El maritate
A la vuelta del viaje empezamos a montar una narración, un relato principal al que le vamos quitando unas piezas y añadiendo otras, y que al final se consolida en forma de reportajes, libros o charlas. Con el tiempo, esa narración se ensambla del todo y apenas recordamos ninguna otra cosa: creemos que el viaje fue lo mismo que el relato.
Por eso resulta fascinante -y un poco inquietante- volver a los cuadernos de notas unos años después. Porque se descubre algo tan obvio y tan rápido de olvidar como que el relato es un mecano. Y también encontramos algunas piezas bastante curiosas que se quedaron fuera.
Entre las esquirlas de esa materia prima abandonada, encuentro el diálogo que tuvimos en Australia con un viticultor transilvano, exiliado del régimen comunista, cuyos viñedos fueron gaseados por un grupo de racistas australianos, y que nos echó una larga bronca y nos preguntó por qué los vascos poníamos bombas, en vez de estar agradecidos al rey Juan Carlos, que derrotó al franquismo.
O el detalle de la curiosa disposición de hombres y mujeres en la pequeña iglesia rural de Vidimyrarkirkja, en Skagafjordur (Islandia). La iglesia está construida con troncos varados en las playas, algo común en un país sin árboles: dedicaron cuatro años a recoger esa madera de acarreo y otros tres años a secarlos. En la iglesia, orientada de este a oeste, las mujeres de antaño se sentaban en los bancos del lado norte (a la izquierda, mirando al altar) y los hombres en los del sur. Según el cura, esa disposición tenía que ver con la posición de los botones del pecho en el traje tradicional de las mujeres: se cerraban de derecha a izquierda, así que en el interior de la iglesia colocaban a los hombres a la derecha para que no pudieran mirar el pecho de las mujeres a través de las rendijas entre botón y botón.
Estos días ando pasando los apuntes de los cuadernos bolivianos al ordenador, reescribiendo, recordando, reposando. Y descubro que en sólo unas semanas ya he olvidado algunos detalles muy interesantes: se habían quedado fuera del relato que en este tiempo íbamos construyendo en los primeros reportajes, en las entrevistas por la radio, en las tundas a los amigos.
Hemos hablado de los niños mineros de Bolivia, de los que pican piedra en el interior de las galerías y también de los que trabajan fuera, en los ingenios (moliendo mineral, acarreando sacos de cincuenta kilos, cribando la gravilla en bandejas de agua mezclada con ácidos y xantato...). Una vez concentrado el estaño, los ingenios arrojan las aguas sobrantes, saturadas de ácidos, a una quebrada apestosa, alfombrada de basuras y cadáveres de animales putrefactos. Si caminamos orilla abajo, pronto encontraremos a otros niños que meten sus manos desnudas en el arroyito tóxico. Trabajan con los maritates, unos cedazos móviles que accionan a mano para filtrar las aguas inmundas y sedimentar alguna partícula de estaño, como hace esta niña de la foto en Llallagua. Los trabajadores de los maritates suelen padecer problemas respiratorios, dolores de cabeza y enfermedades de la piel.
Es una historia demasiado terrible como para olvidarla. Pero al repasar y transcribir los cuadernos, en este maritate sin riesgos que es el ordenador, he rescatado una partícula que ya corría aguas abajo y que merece la pena retener.
Las responsables de Cepromin, la oenegé boliviana que ayuda a sobrevivir a las familias mineras más necesitadas, organizaron una excursión para las madres que viven en las bocaminas. Estas mujeres, casi siempre viudas, viven en casetas de adobe en la misma boca de las minas de Potosí, en un pedregal a 4.300 metros de altitud, con media docena de hijos hacinados en veinte metros cuadrados, con el suelo embarrado por las goteras, pasando frío y hambre, expuestas a robos y violaciones, sin electricidad ni agua corriente, comiendo apenas maíz hervido, utilizando las aguas tóxicas que manan de las bocaminas para el aseo y la limpieza.
Además de ayudarles a sobrevivir y de impartirles cursos para que aprendan algún oficio, las responsables de Cepromin quisieron organizar una excursión para que estas mujeres tuvieran al menos un día de descanso y distracción: planearon una visita a unas aguas termales cercanas a Potosí.
-Las madres tenían muchísimo interés, estaban muy contentas -nos dijo Iblin, trabajadora social de Cepromin-. Creíamos que era por la excursión, por el día de fiesta, por la idea de bañarse en el balneario. Pero descubrimos cuál era el motivo: vinieron todas con un montón de sábanas, porque en las fuentes tendrían agua limpia para lavarlas.
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Algunas cosas que escribí sobre la marcha: Una esclava de 14 años / Un paseo de señoritas
Publicado el 29 de octubre de 2009 a las 11:45.