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La nueva acera de Botines

La acera de Botines siempre fue un observatorio ideal para pulsar el latir de la sociedad capitalina. El bullicio resultante de los cientos de empleados/funcionarios que salían y entraban de la caja de ahorros, de la Diputación, del cercano Ayuntamiento, de la histórica cafetería Victoria, del estanco de al lado, de los comercios familiares que completaban el escenario o del fluir del tráfico en la inmediata plaza de Santo Domingo eran un fiel termómetro del sentir y parecer de los leoneses. Así lo contó el maestro Crémer durante muchos años.

Francisco J. Martínez Carrión
15/2/2015 - 22:18

Los jubilados, parados y ociosos que tomaban el sol delante de Botines era una especie de Senado popular, en el que se debatía toda la actualidad. Allí se creaba opinión y se sentenciaban trayectorias y aspiraciones. Y, además, cuando caía la tarde, esa misma acera se convertía en el rompeolas de las protestas, exigencias y demandas de la sociedad civil. Todas las manifestaciones y protestas convergían en Botines, auténtico kilómetro cero cívico leonés.
Hoy, la acera de Botines es un fiel reflejo del desconcierto en el que está sumida la sociedad leonesa. Los pocos jubilados, parados y ociosos que aún acuden al parlamento de adoquín apenas se atreven a debatir. Hay desconfianza y miedo. Los empleados de la caja de ahorros han desaparecido convirtiendo el histórico edificio en un buque vacío a la deriva; los funcionarios de la Diputación deambulan como fantasmas por el caserón y entran y salen sobrecogidos y espantados; los del Ayuntamiento emigraron a otras latitudes más confortables; los comercios tradicionales hace ya tiempo que cerraron y los clientes de cafeterías y bares prefieren la ambigüedad de la noche para reunirse en torno a las últimas modas de vinos y tapas.
Hay miedo y mucho cabreo, de ahí el silencio y la soledad en la acera de Botines. Se han perdido todas las referencias: los políticos ejemplares, el banquero paternalista pero honrado, el funcionario cumplidor y servicial, el comerciante puntual, de referencia y amable y el camarero eficaz y profesional. Hasta los periodistas hace tiempo que dejaron de patear el perímetro de la acera para buscar auténticas historias en los pasillos y en los recodos de los edificios del poder. Ya no se genera ni promueve el sentido crítico.
Ahora la única esperanza reside en que el nivel de cabreo popular se desborde y acabe con el miedo, arrasando en su desbordamiento todo lo que hasta ahora se creía inmutable en política y economía. No es un movimiento nuevo. Ya nuestros hermanos mayores buscaron la arena de la playa debajo de los adoquines, un movimiento liberador, cuyas contradicciones devoraron a sus protagonistas, defraudaron enormes expectativas y provocaron una reacción que sentó las bases de la enorme burbuja social/económica/política que terminó estallando hace unos años.
Los mimbres del cabreo y del hartazgo no son los mejores para construir el futuro. Ya hemos pasado por todos los ismos posibles en las últimas décadas y todos han fracasado. Y nada hace prever que este moderno populismo de corte asambleario, ambiguo y alimentado por actualizados viejos manuales de teoría política de laboratorios universitarios, mezclados con la praxis en países bolivarianos, vaya a ser la solución. Lo que no quiere decir que haya que aguantarse y ser meros espectadores de la debacle en la que nos hemos instalado. Ni mucho menos.

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